8 de marzo de 2011

Corre bajo la lluvia.

Cálidas gotas de una lluvia de verano caen por sus mejillas, impidiéndole ver bien el camino. El vestido de seda por encima de las rodillas está empapado. Se le pega al cuerpo de una forma incómoda. El barro se cuela entre sus zapatitos de tacón. Tropieza con una rama. No puede evitar caer al suelo y empaparse de barro todo el vestido. Sonríe descaradamente. Intenta hacer que parezca que se preocupa, por si alguien la está viendo. Luego, se levanta y continúa su camino, pero esta vez andando. Se toca el vestido de vez en cuando, intentando quitar un poco el barro. Mientras camina, respira el olor a bosque. Un olor agradable, es lo que ella piensa. Se pasa así varias horas, hasta que a lo lejos divisa una pequeñísima casa de madera. Sonríe. Esta vez es una sonrisa sincera, como de felicidad. Continúa andando. Empieza a atardecer, pero ella sigue su camino. Y anochece, pero ella continúa, en busca de quién sabe qué persona. Ya es casi media noche cuando llega a la casita. Mira a todos sitios, como asegurándose de que nadie la ha seguido. Camina entre el barro hasta la puerta. Llama una vez. Nadie responde. Llama una segunda vez. Y nadie responde. Un tercera… Una cuarta… Una quinta. Y esta vez si obtiene respuesta. Un joven, de casi su misma edad, abre la puerta extrañado. Ella se muerde el labio inferior, nerviosa. En cuanto consigue ver a través de la densa capa de lluvia a quien ha llamado a su puerta, se lanza sobre ella y le planta un cálido beso. Se abrazan, felices. Pronto la ropa de él está empapada de barro, lágrimas y lluvia. Hablan sin saber lo que dicen. Se abrazan, lloran y luego… nada. Luego se miran a los ojos, y comprenden, como tantas otras veces han hecho, que nunca podrán estar juntos, porque simplemente no se puede. Tantas sonrisas esbozadas. Pero solo piensan una cosa: Una sonrisa es una sonrisa, y nada más.



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